Quédate en casa

En Bruselas se han emitido recientemente más de 2.500 certificados para evitar que quienes duermen en la calle sean multados en medio de los toques de queda durante la pandemia. El movimiento okupa ve el problema desde un ángulo diferente y ha propuesto otra solución: convertir en resguardos los miles de edificios vacíos de la ciudad. ¿Qué tan efectiva podría llegar a ser la ocupación de lugares deshabitados para atenuar la crisis mundial de los sintecho?

POR Ana Muñoz

Julio 11 2021
Quédate en casa

© salomé lauwerijs. Dentro de su habitación, la mujer que propuso la iniciativa de ocupar el Hôtel Lambeau.

 

Los puntales asisten a la casa

Hasta que está construida

Y entonces los puntales se retiran

Y equilibrada y erguida,

La casa se sostiene a sí misma.

Emily Dickinson

 

Es feo, grande y anodino. Tan grande como la casa del presidente de Colombia y tan anodino que un padre y su hija vestida con un tutú rosa pasan delante de él como si nada, ignorando también a la treintena de personas que, con la ayuda de un megáfono, cantan “so, so, so, solidarité” en el balcón del primer piso. Es feo como las actividades que albergaba diez meses atrás: las finanzas de la British American Tobacco. Las paredes exteriores son naranjas y grises, la cornisa es azul y las ventanas son como espejos cuando están cerradas. En su fachada hay un cartel diminuto que advierte la existencia de una cámara de seguridad, hoy inútil porque está tapada con una bolsa blanca. Hay también carteles tan grandes que exigen ser mirados: uno alargado dice “4.000 personas sin hogar” y otro a su derecha “40.000 casas vacías”.

Este edificio feo, grande y anodino, propiedad de Citydev, la Sociedad para el Desarrollo de la Región de Bruselas, que estaba deshabitado hasta hace una hora, será el lugar al que treinta personas llamarán casa: una casa que se sostendrá a sí misma. Al menos por un tiempo. Al menos por ahora.

Pero aún no sé nada de esto mientras, veinte minutos antes, en la estación de l’Ouest de Bruselas, espero el mensaje de alguien que no me ha dicho su apellido y que habla en nombre de la campaña Requisiciones Solidarias. Quieren ser “una respuesta a la crisis social y sanitaria. Nos organizamos con nuestros propios medios para hacer respetar el derecho a la vivienda”. Son casi las cinco de la tarde del último viernes de enero del segundo año de la pandemia y el barrio es ajeno a lo que está a punto de ocurrir: hay muchachos que entran y salen de la estación con sus mochilas; mujeres que cargan niños o bolsas, o niños y bolsas; muchas personas que esperan el autobús, algunas con velo, algunas con bufanda, todas con una mascarilla cubriendo nariz y boca.

“Están dentro”, me escriben por Telegram, con una dirección precisa, a diez minutos de la estación. En el número 38 de la calle Koninck un grupo de jóvenes blancos vestidos de oscuro se ha reunido de manera clandestina, no para bailar hasta el amanecer, sino para forzar la entrada a un edificio feo, grande y anodino, atrincherarse en él, llamar por teléfono al presidente de Citydev, dialogar con dos agentes de policía, exigir al viento la regularización de los “sin papeles” y el fin de la especulación inmobiliaria, tocar las palmas, el contrabajo, responder a por lo menos tres periodistas, aplaudir a la única vecina que baja la ventanilla del coche y grita “¡bravo!”, solicitar a los bomberos que evalúen cuántas personas podrían alojarse en dicho edificio y, el lunes, continuar las negociaciones con el objetivo de firmar un convenio de ocupación temporal y que la municipalidad de Bruselas pague los costes. Todo ello para que tres decenas de personas sin papeles y a punto de quedarse sin techo tengan una dirección y un refugio para el toque de queda que empieza en cinco horas, pero también para provocar una reacción de los poderes públicos, a los cuales, por cierto, la toma de edificios a lo Robin Hood no les viene tan mal.

 

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Todos en el barrio saben quién es Barahim Faye aunque no conozcan su nombre ni su historia. No solo porque era y es un habitual del parvis de Saint-Gilles, la plaza principal del que solía ser uno de los distritos más pobres hasta que el precio del alquiler se triplicó en poco más de una década, sino porque se hace notar con sus ropas coloridas y su tambor. Barahim –senegalés, 38 años– me saluda a las nueve de la noche de otro viernes y me dice que no tenga miedo.

–Aquí todos me conocen. ¿Ves qué es esto? –dice señalando las letras y el escudo en la mascarilla negra debajo de su nariz–. Me la dio la policía, ellos también me conocen y saben que no doy problemas.

Me pregunta si vivo cerca.

–Entonces somos vecinos –responde–. Yo vivo en la plaza de Bethléem.

Antes de decir adiós me preguntará tres veces dónde vivo y me hablará otras tres veces de la plaza de Bethléem. Cuando nos encontremos dos días después dirá que hacía mucho que no nos veíamos. La tarde siguiente nos volvemos a cruzar pero, a pesar de que me choca el puño, me pregunta qué tal y me pide algunas monedas, estoy segura de que no se acuerda de mí.

–Es importante que entre vecinos hablemos y nos conozcamos. Si yo tuviera miedo de ti, no me acercaría, ¿sabes?

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© salomé lauwerijs. Celebración del primer aniversario del Hôtel Flambeau. En la pancarta se lee: “Llenar edificios vacíos en lugar de vaciar edificios llenos”.

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A Nora Tanarro cuesta seguirle el paso. Tiene el pelo oscuro recogido en una coleta alta, un abrigo marrón cubierto por un chaleco amarillo reflectante y la energía que me falta. Los sábados de tres a siete de la tarde coordina la maraude, ronda de voluntarios de la Cruz Roja en Saint-Gilles. Durante la misma, ella y los voluntarios ofrecen un sándwich, una bebida caliente y a veces un kit de higiene o unos calcetines a quienes duermen bajo los porches, en pasillos entre columnas, esquinas, cajeros, puertas de supermercados y de garajes, bancas y bocas de metro. En cada maraude reparten unos sesenta sándwiches. Nora –española, 27 años– sirve el té o el café en un vaso de papel dentro de otro vaso de papel para evitar que quien lo agarre se queme los dedos.

Un sábado nevado me cuenta, mientras caminamos de Saint-Gilles a Ixelles, que durante el primer confinamiento la policía cercó el parque de Porte de Hal y soltó a los perros; que cuando cerraron los comercios, hubo peleas por los mejores sitios –“claro, imagina que sabes que vas a estar ahí tranquilo por semanas o meses”, dice Nora, como si fuera evidente–; que una banda de Europa del este asaltaba a los que dormían en la estación de Midi; que en el parvisel número de los sintecho pasó de veinte a ochenta; que no hay que despertarles porque les cuesta harto conciliar el sueño, y que se mueren más de frío que de hambre. Pasamos delante de la entrada techada de un gimnasio, en la que solía dormir un chico que dejó su país por un contrato de trabajo más o menos cuando la Organización Mundial de la Salud calificó al covid-19 de pandemia. Vino para trabajar en un hotel, el hotel cerró –como todo lo demás– y el chico se quedó en la calle hasta que abrieron las fronteras y regresó a casa. O eso cree Nora, porque hace meses no lo ve.

 

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certificado de no alojamiento

Por la presente certificamos que la persona en posesión

de esta tarjeta no tiene alojamiento fijo.

Como los centros de acogida están saturados, muchas personas corren el riesgo de no poder cumplir con las obligaciones impuestas por las medidas sanitarias vigentes.

Agradecemos a las autoridades municipales y a los servicios policiales por mostrar indulgencia y solidaridad.

 

El 26 de octubre de 2020 se impuso en la ciudad un toque de queda entre las diez de la noche y las seis de la mañana. También ese día, Samusocial, un programa de ayuda de emergencia administrado en parte por representantes del gobierno regional, comenzó la distribución de 2.500 certificados de no alojamiento. Estos no tienen validez legal, pero Nora anima a las personas sin domicilio a que se muestren y le digan a la policía que tienen derecho a estar en la calle porque no tienen casa. Sin embargo, muchos de los sintecho han pasado la noche en el cuartelillo de Saint-Gilles después del toque de queda. ¿Cuántos? Nadie sabe. La primera semana de marzo de 2021 la municipalidad cerró un espacio en la entrada de metro en el parvis, uno de los lugares visibles donde los sintecho se refugiaban.

Al final de esa tarde nevada pregunto a las tres voluntarias si han tenido miedo de contagiarse de covid durante las maraudes. Nancy –ecuatoriana, madre de un adolescente– deja el asunto en manos de Dios aunque sus amigas la critiquen. Después de algunos segundos, Nora finalmente dice:

–Es que si no hacemos esto nosotras, ¿quién lo va a hacer?

 

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En Bruselas viven algo más de un millón de habitantes que ganan, en promedio, 3.627 euros brutos al mes. En la misma ciudad hay 4.187 personas que duermen a la intemperie o en condiciones precarias. Así lo dice el último informe de Strada, un centro de apoyo a los sintecho. Otro informe de la Cruz Roja señala que el número de personas que duermen en el espacio público de la ciudad prácticamente se triplicó entre 2008 y 2018. Y destaca: “El aumento del número de familias y de jóvenes es particularmente inquietante”.

¿Quiénes son los sintecho? Según la encuesta de Diogenes, un servicio de asistencia social, la mayoría de personas en situación de calle son hombres belgas o europeos de entre 40 y 59 años, solteros, sin familia; esto no es así en el caso de los ciudadanos europeos de origen romaní. De los no europeos, que son uno de cada seis, casi la mitad vive en Bélgica desde hace más de una década y más de la mitad es de Marruecos.

Tener una dirección es una condición necesaria para obtener un permiso de residencia. Las prestaciones sociales son una vía para salir de la calle, pero para acceder a ellas frecuentemente se pide que la persona sea residente en el país desde hace años, y para demostrar esto se necesita una dirección: el sistema es una pescadilla que se muerde la cola.

Una casa no puede construirse a sí misma. Una casa necesita puntales para ser construida.

 

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4.187, un número que no dice toda la verdad. Para elaborar el reporte, Strada tuvo en cuenta a aquellos que viven en casas de acogida, albergues, comunidades religiosas, squats conocidos, y contó durante una hora de la noche del 5 de noviembre de 2018 el número de personas durmiendo en calles, parques, estaciones y pasillos de inmuebles públicos. Aquellos que no fueron vistos, los que ese día dormían en el sofá de un amigo o viven en lugares insalubres, no forman parte de esta cifra. “Ese número es la punta del iceberg”, me escribe por correo electrónico Anne-Sophie Dupont, de la Organización Bruselense por el Derecho a la Vivienda (rbdh, por su sigla en francés).

Por tanto, el hombre del cajero con quien hablo durante la maraude de enero podría formar parte o no de esa cifra. Tiene un perro y le han robado hasta la cama del animal. El hombre es polaco y bebe de una lata de cerveza Jupiler. En el meñique izquierdo tiene un anillo y choca su codo con el mío cuando salgo del cajero.

O la madre de Estrella Marina, rumana, que pide en la puerta de un supermercado Carrefour. “Esto lo hago por ella”, dice refiriéndose a su hija de ocho años que vive en España. “Los libros del colegio son caros y ahora necesita una tablet”. Le pide mucho a Dios y a nosotras nos pide bragas, calcetines, champú y una bolsa. Solo podemos darle el champú. Los borrachos del metro le fastidian.

O el bruselense de gafas con el logo de Armani a quien sus amigos llaman Johnny. Vive –por ahora– en un departamento y también le han robado todo. Sin embargo, no podrá recoger un paquete con productos de primera necesidad a las 7:30 de la noche porque a esa hora quiere ver la ópera en el canal France Culture. “Yo soy bueno y lo llevo escrito en la frente”, dice. “En mi vida le he pegado a una mujer, ni he robado, he bebido o he sido violento”. Se llama Olivier; le dicen Johnny por un cantante que le gusta.

O el hombre sentado en una silla de ruedas que nos recrimina por no tener casi nada para darle cuando pasamos por su zona. O el hombre sentado sobre una papelera que, riendo, recuerda que la Cruz Roja le salvó la vida. O el que aconseja al gobierno relajar las restricciones ya que con los restaurantes cerrados ir al baño es complicado. O el que dice que la estupidez mantiene el entusiasmo. O Barahim, vecino de Saint-Gilles, que tiene casa pero pide en la calle. O...

 

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Una casa no es un hogar, pero un hogar es una casa, dice el Diccionario de la lengua española. Una casa nos protege de la lluvia y guarda nuestros alimentos. Una casa es una cueva pintada, una ínsula en la antigua Roma, un castillo en la Edad Media, una machiya en Kioto. Hay casas de huéspedes, casas de campo, casas de locos, casas de comidas, casas de juego, casas de empeño, casas de citas. Hay casas que son mansiones. Hay casas en propiedad y casas okupa. Una casa vacía es el cuerpo de Blanca Varela, madre y poeta; una casa en Amherst, Massachusetts, es donde se encerró Emily Dickinson, pionera del confinamiento, y “Casa tomada” es un cuento de Julio Cortázar. Una casa puede ser una vivienda digna: un derecho según el artículo 25.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El alquiler de un departamento –una casa– en Bruselas cuesta en promedio 1.106 euros y su precio de venta llega a los 253.540 euros: por cada tres euros del salario medio, más de uno se va en pagar la vivienda. Una casa fue la primera defensa contra el coronavirus, pero 1.800 millones de personas en el mundo carecían de una.

flambeau

© salomé lauwerijs. Durante el fin de semana del primer aniversario del Flambeau se organizaron varias actividades como bailes, proyección de documentales y presentaciones de payasos.

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En un antiguo hotel, que ahora es una casa, vive Texas Vandervliet –belga, 28 años–. Es el número 150 de la avenida Lambeau, en el barrio residencial Woluwe-Saint-Lambert. Del hotel conserva las puertas automáticas de la entrada, las manijas de las habitaciones y el nombre: Hôtel Flambeau, es decir, Hotel Antorcha. Sobre la fachada de cinco pisos cuelgan tres carteles, el de más arriba reza: “El covid es contagioso, la revuelta también”. En la cocina-comedor, particularmente ordenada y a la que se accede apartando una manta gruesa, tres personas preparan algo que huele a hogar.

Texas es el nombre que eligió para sí, igual que el veganismo, asistir a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2015 (cop21) en París, participar en el bloqueo de una mina de carbón en Alemania, crear una red de préstamo de remolques de bicicletas y squatters, ocupar el Hôtel Flambeau. Este es el lugar al que llama casa desde noviembre de 2018, aunque la propietaria haya intentado echarlo. Aquí vive con la familia que eligió: doce jóvenes en situación precaria entre quienes se encuentra su hermana mayor. Es la tercera vez que “abre” un edificio, pero es el primero en el que quiere vivir.

En la habitación de Texas, uno de los pósters que cuelgan en su pared llama mi atención porque lo he visto en otra parte: en él, Caperucita le está dando una patada al lobo en la entrepierna y debajo se lee: “Si no es sí, es no”. Le hablo del amigo que tiene el mismo póster en su cuarto y me pregunta su nombre.

–Esto es pequeño y nos conocemos todos.

Hace cinco años, mientras estudiaba ingeniería de la construcción, buscaba la manera de liberarse del alquiler –“que es muy caro en Bruselas”– y llegó a la conclusión de que es absurdo que haya edificios vacíos. Cuando era niño le gustaban los videojuegos y fue boy scout; de ahí tomó el gusto por vivir en comunidad. Está al día con las noticias en otros países, mira a los lados cuando piensa, y tiene, creo, la habilidad de intuir lo que el otro necesita. Usa de dos maneras la palabra “aislamiento”: para describir la dureza de la vida en la calle y para describir la atomización de la sociedad en general.

Durante el primer confinamiento, entre marzo y junio de 2020, se involucró en la apertura de dos decenas de inmuebles deshabitados. Meses después, él y unas sesenta personas de distintos colectivos idearon la campaña Requisiciones Solidarias. Entre diciembre y enero de 2021 abrieron cuatro edificios –incluyendo aquel de la calle Koninck– que por ahora albergan a 350 personas, equivalentes a 87 familias de cuatro miembros. No quiere hablar en nombre de la campaña, pero dice:

–Hacemos el trabajo del Estado, y hasta más barato.

Cuando pueden, en el Hôtel Flambeau acogen temporalmente a gente sin papeles o en problemas. No siempre es fácil: hace tiempo, dos se pelearon a cuchillo y hubo sangre. No hace tanto, en concreto el 3 de marzo de 2021 a las 7:45 de la mañana, la policía llegó con una orden de registro, acusando a uno de los hospedados de tráfico de personas.

–Hay muchas cosas que dan miedo. Estamos en un escenario parecido a aquel justo antes de la Segunda Guerra Mundial –dice después de nombrar la escalada del fascismo y las catástrofes ecológicas, mientras estira las piernas sobre la cama. Aunque no cree poder cambiar el mundo, sí espera transformar “un poco” su entorno.

–No sé si es esperanza, porque en la esperanza hay algo así como una espera y yo intento participar en aquello que provoca el cambio.

Una semana después de nuestra conversación le veré colgando un cartel en la ventana de un antiguo hospicio en el centro de la ciudad, dos horas antes de que la policía los saque del edificio a él y a 37 personas, y les ate las manos a la espalda.

 

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Bruselas es un mapa sobre otro mapa, como si las capas de la tierra apenas se tocaran. En el plano de la oficina de turismo aparecen lugares de interés como la estatua del niño que orina, el Atomium, dónde comer mejillones con papas fritas, las mejores tiendas de chocolates, entre otros lugares. En el plano de Dune, un servicio de asistencia a toxicómanos, se señalan duchas, albergues, centros de planificación familiar. El único elemento que comparten es el ícono de los hospitales. En el mapa digital de Radar Squat, elaborado con código libre, hay señalados trece squats activos y lugares como La Foudre (El Rayo), una completísima biblioteca queer y feminista ubicada en el primer piso del squat Naast Monique, en el barrio de Anderlecht. La primera vez que la visito, un chico tatuado habla sobre anarconihilismo con una chica rubia rapada solo por un lado y a la salida un gato blanco se restriega contra mi tobillo. En el lado interior de la puerta principal, una hoja pegada con cinta adhesiva da siete instrucciones sobre qué hacer “si la pasma viene”.

La relación con los poderes públicos es tal vez lo que presenta un cambio más significativo para los movimientos okupa y de ocupación temporal de la capital belga en los últimos veinte años. “Esto tiene sus cosas buenas y sus cosas malas”, dice Thomas Dawance, investigador de la Universidad Libre de Bruselas, exokupa y exasesor del ministro de Vivienda.

Su historia es la historia reciente del movimiento squat de Bruselas. En el Tagawa, activo entre 2003 y 2007, empezaron a pensarse como movimiento y a buscar formas de apoyar a otros grupos. Después de abandonarlo por orden judicial, ocuparon el convento jesuita Gesù, en el que apenas estuvieron cincuenta días (más adelante, el squat llegaría a ser uno de los más grandes de Europa). Se trasladaron entonces al número 123 de la calle Royale, un edificio que pertenecía a la región de Valonia, y de manera excepcional firmaron luego, con un propietario público, un convenio de ocupación temporal que duró once años, hasta 2018. Este modelo de acuerdo, que no está reconocido por ninguna ley, es más flexible que el alquiler, y en lugar de pagar una renta el ocupante se compromete, por ejemplo, a hacer reformas.

hotel

© google street view

calle

© metrolab brussels

 

Para sellar su nuevo uso, los okupas bruselenses le agregaron una efe al nombre en la fachada del Hôtel Lambeau, convirtiéndolo en el Hôtel Flambeau (“antorcha” en español).

 

Es difícil comprobar si los edificios vacíos son 15 mil, 30 mil o 40 mil: los recuentos son antiguos o poco fiables. Las 19 comunas de Bruselas deberían identificar estos edificios (y cobrar un impuesto a sus propietarios), pero esto rara vez es una prioridad, si bien el gobierno regional se ha propuesto mejorar la detección. No obstante, se sabe que donde debería haber oficinas hay aproximadamente un kilómetro cuadrado vacío, el mismo espacio que ocupa el barrio más pequeño de la ciudad, Saint-Josse-ten-Noode.

–Hay una inversión total de la lógica. Ahora son las instituciones las que manifiestan interés en organizar ocupaciones temporales, dice Thomas.

Pero hay una trampa: las instituciones y los votantes prefieren a los artistas que a los pobres. Los concursos públicos suelen estar destinados a incubadoras y espacios creativos.

–Jamás oiremos a un ministro que diga: “Vamos a priorizar el derecho a la vivienda”.

La diputada Zoé Genot, del partido Écolo, tiene miedo de que Bruselas se convierta en París. No la Ciudad de la Luz sino aquella de departamentos cada vez más pequeños a precios cada vez más elevados, en donde los ciudadanos han sido expulsados del centro. Su partido quiere que se destine menos dinero a soluciones de emergencia y más a las organizaciones que acompañan y realojan a las personas que viven en la calle; es decir, menos camas en centros de acogida y más presupuesto para proyectos de intervención social como Housing First. Pero llegó la pandemia y el largo plazo perdió sentido. Desde entonces, el gobierno regional ha requisado 14 hoteles para alojar a 570 de los sintecho.

–La ocupación temporal es eso, temporal. No puede ser la solución al problema de la vivienda en Bruselas. El cambio de las estructuras tiene que venir de los poderes públicos –dice Nora Römer, responsable de comunicación de Communa, una iniciativa de “urbanismo transitorio”.

Algo parecido dicen en la campaña Requisiciones Solidarias. Sin embargo, Communa elige estar dentro del sistema: previo acuerdo con propietarios y administración, remodela espacios vacíos para que temporalmente se instalen talleres de bicicletas, medios de comunicación alternativos, proyectos culturales. La organización no tiene ánimo de lucro, pero otras entidades como Camelot, “el líder europeo de la gestión y protección de tus inmuebles vacíos”, sí sacan beneficio.

Bruselas

© cruz roja bruselas. Integrantes de la maraude de la Cruz Roja en Bruselas reparten alimentos a los sintecho.

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En apenas dos horas todo habrá terminado. Mientras, delante de un antiguo hospicio, unas sesenta personas esperamos a que pase algo, lo que sea, hasta que las ventanas del segundo piso se abren desde dentro, después de oponer cierta resistencia. Como nadie vio a nadie entrar, es como si un fantasma las hubiera abierto o como si el hospicio Pacheco, un edificio blanco de dos plantas y techos altos, cerrado y vacío desde hace cuatro años, hubiera decidido abrirse por sí mismo. En la calle suena, por azar, “Take On Me”, que en español significa “enfréntame”.

Texas está asomado a una de las ventanas colgando la esquina de un cartel en el alféizar. Se oye un taladro. La voz de una mujer encapuchada sale por otra de las ventanas. Lee un manifiesto, agradece a los presentes. Hay aplausos, puños en alto. “¡Un-a-solu-ción: la-regu-la-riza-ción!”, canta la calle, la mayoría racializados. “¡Todos somos hijos de inmigrantes: de segunda y tercera generación!”

Modou Ndiaye arenga detrás de un megáfono a pocos pasos de mí. Lleva la gorra azul de los ny Yankees y cuesta creer que hubiera un período de su vida, en Dakar, en que no pensara en dedicarse a esto que sigue haciendo aunque su batalla personal haya terminado. Algunas semanas atrás conversamos en un lugar de paredes rosadas y sin calefacción. A veces parecía sonreír con los ojos y a veces estos parecían contener una tristeza enorme, pero no hablamos de cosas tristes ni divertidas. Modou –senegalés, 43 años– es el portavoz accidental de La Voix des Sans Papiers, la voz de los sin papeles.

–Mientras esperan la regularización, la gente debe vivir. Así que, voilà, esto es lo que intentamos hacer del caos.

Desde hace algunos meses, Modou tiene papeles, después de doce años en Bélgica.

–No veo a Bruselas como mi ciudad, pero me siento bien aquí porque conozco bastante gente. La mayoría no me ve como a una persona sin papeles, sino como a una persona normal. Esa es la Bruselas que me gusta.

Quieren hacer de estos edificios ocupados un símbolo de su lucha. Pero son el símbolo de algo más: algo que no va bien, un glitch, un fallo en el sistema que de tanto verlo ya no podemos mirarlo. Como si en un día de lluvia hubiéramos perdido la llave de una casa que solo se abre desde dentro.

ACERCA DEL AUTOR


Graduada en periodismo y ciencias políticas. Cofundadora de la revista peruana Malquerida. Actualmente vive en Bruselas, donde trabaja en la promoción de derechos humanos. Fue finalista del Premio Nuevas Plumas 2017. Desde 2021 coedita Maleza, una newsletter de no ficción.